miércoles, 26 de noviembre de 2014


SANTA CRUZ
   
La leyenda de la cueva de las Manos
 
Era verano, la niña adolescente escuchaba el rumor de las cristalinas aguas del río que unos momentos antes habían acariciado su hermoso cuerpo, haciéndolo estremecer con el frío que traía desde las cumbres nevadas. Ahora el sol besaba su cuerpo desnudo haciendo resaltar aún más la belleza de su piel morena devolviéndole el calor llevado por el río en el agreste paisaje patagónico.
Luego de haber secado sus largos cabellos, negros como la noche, se vistió y se colocó la vincha con la pluma que por su rango de princesa tehuelche le correspondía. Un poco más allá, río abajo, una débil columna de humo indicaba el lugar donde se encontraba acampando su tribu de costumbres nómades. Después de adornar su cabello con algunas flores silvestres comenzó a subir sin prisa por la ladera del barranco que encajonaba al río, mientras pellizcaba algunos frutos de calafate que encontraba a su paso, siguió por el sendero que llegaba hasta una saliente rocosa que coronaba la meseta.
El lugar a donde la llevaron sus pasos tenía la forma de un extenso alero natural de piedra con pequeñas cuevas en su base. Desde allí, se podía contemplar un majestuoso paisaje con el río pasando lentamente allá abajo, bordeado por la típica vegetación desértica de calafates y molles poco desarrollados y algunas hierbas aromáticas como el tomillo.
Su pecho estaba agitado por el esfuerzo de haber subido hasta allí; a ello se sumaba su ansiedad por el momento en que se encontraría por primera vez con un joven indio de una tribu vecina, con el que habían acordado una cita durante la última fiesta religiosa que compartieron en señal de amistad y paz.
El joven cazador llegó a los pocos instantes. Quedó embelesado contemplando a la princesa, que estaba más bella que nunca. Luego, se tomaron de las manos mientras el aire cálido del verano transportaba el canto de las aves y el rumor del río.
Todo era belleza y amor en la hermosa tarde, nada hacía sospechar que una gran roca rodaría desde lo alto, alcanzando a la muchacha que quedó desvanecida al resultar herida por el golpe recibido tan imprevistamente. El joven se apresuró a socorrerla, pero vio cómo otras piedras amenazaban caer sobre ellos; entonces, corrió para sostenerlas evitando que pudieran sepultar a la princesa mientras pedía auxilio a la toldería.
Sostuvo las rocas con tanta fuerza que la sangre brotó de sus manos quedando impresas en las piedras de manera indeleble. De inmediato, acudieron en su ayuda todos los miembros de la tribu, que en esos momentos se encontraban haciendo unos preparados para teñir las prendas que confeccionaban. Al llegar, el cacique ordenó que todos ayuden a sostener la montaña mientras él socorría a su hija que continuaba desmayada.
Se acercó el joven cazador y se atrevió a besarla. Ella despertó confusa, pero sonriente en el momento que todo pareció volver a la calma. Luego, todos retiraron sus manos de las rocas, pero sus huellas quedaron impresas con los diferentes colores que habían estado preparando.
En agradecimiento a la casi milagrosa salvación de su hija, el cacique eligió ese lugar para las rogativas religiosas que se celebraban todos los años, incluyendo en las ceremonias la impresión de nuevas huellas de manos para sostener las rocas durante las miles de lunas por venir.






La leyenda del calafate

Los bosques de ñires, lengas y coihues comienzan a tomar un tono característico, anunciando el otoño y dando a los árboles una gama multicolor, desde el rojo intenso pasando por los matices del dorado al anaranjado. Esta transformación se viene repitiendo año tras año, desde épocas inmemorables.
En este paisaje vivían los tehuelches, dueños originarios de la tierra, quienes al llegar el invierno comenzaban a emigrar a pie hacia el norte, donde el frío no era tan intenso y la caza no faltaba.
En relación con estas migraciones, la tradición patagónica conserva una leyenda. Se dice que cierta vez Koonex, la anciana curandera de una tribu de tehuelches, no podía caminar más, ya que sus viejas y cansadas piernas estaban agotadas, pero la marcha no se podía detener. Entonces, Koonex comprendió la ley natural de cumplir con el destino. Las mujeres de la tribu confeccionaron un toldo con pieles de guanaco y juntaron abundante leña y alimentos para dejarle a la anciana curandera, despidiéndose de ella con el canto de la familia.
Koonex, de regreso a su casa, fijó sus cansados ojos a la distancia, hasta que la gente de su tribu se perdió tras el filo de una meseta. Ella quedaba sola para morir. Todos los seres vivientes se alejaban y comenzó a sentir el silencio como un sopor pesado y envolvente.
El cielo multicolor se fue extinguiendo lentamente. Pasaron muchos soles y muchas lunas, hasta la llegada de la primavera. Entonces nacieron los brotes, arribaron las golondrinas, los chorlos, los alegres chingolos, las charlatanas cotorras. Volvía la vida.
Sobre los cueros del toldo de Koonex, se posó una bandada de avecillas cantando alegremente. De repente, se escuchó la voz de la anciana curandera que, desde el interior del toldo, las reprendía por haberla dejado sola durante el largo y riguroso invierno.
Un chingolito, tras la sorpresa, le respondió: "nos fuimos porque en otoño comienza a escasear el alimento. Además durante el invierno no tenemos lugar en donde abrigarnos." "Los comprendo", respondió Koonex, "por eso, a partir de hoy tendrán alimento en otoño y buen abrigo en invierno, ya nunca me quedaré sola" y luego la anciana calló.
Cuando una ráfaga de pronto volteó los cueros del toldo, en lugar de Koonex se hallaba un hermoso arbusto espinoso, de perfumadas flores amarillas. Al promediar el verano las delicadas flores se hicieron fruto y antes del otoño comenzaron a madurar tomando un color azulmorado de exquisito sabor y alto valor alimentario. Desde aquél día algunas aves no emigraron más y las que se habían marchado, al enterarse de la noticia, regresaron para probar el novedoso fruto del que quedaron prendados.
Los tehuelches también lo probaron, adoptándolo para siempre. Desparramaron las semillas en toda la región y, a partir de entonces, "el que come Calafate, siempre vuelve."




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CHUBUT



Cuando el dios Enel hízo el Río Futaleufú

Hace muchas lunas, tantas corno copos de nieve arroja el invierno sobre las cumbres del Anhelo Pan, una hermosa joven tehuelche, llamada Aoni, recogía las flechas de sol que llegaban a través del follaje. Una tras otra, las arrojaba hacía lo alto para recibir un dorado baño de luz, hasta que ya no quedaron flechas de sol en el bosque. Había llegado la noche. Y tanto había ido de aquí para allá, disfrutando del juego, que de pronto se encontró perdida. Decidió entonces subir a las cumbres para desde allí ver los fogones de su campamento pero fue inútil. La oscuridad era impenetrable. Hasta que, repentinamente, un helado resplandor iluminó el lugar y una voz áspera preguntó. ---- -----¿Qué buscas en este lugar, Aoni?
La joven india, paralizada ante la terrible figura de Atzkanakatz, el espíritu del mal, exclamó:
-----Me he extraviado, poderoso señor. Te suplico que no me hagas daño. El malvado espíritu, cautivado por la belleza de Aoni, aulló:
-----Te devolveré a los tuyos esta noche, pero mañana cuando el sol comience a salir, iré a buscarte y -vendrás conmigo. Aoni no Supo cómo sucedió, pero en ,un instante se encontró en medio de su campamento.
Y poco después, entre sollozos, relataba a los suyos la promesa de Atzkanakatz. Orkey, un joven y valiente cazador que amaba en secreto Aoni, se puso de pie con sus armas de guerra y juró salvarla de las garras del espíritu del mal. Tornó la mano de la chica y en medio del silencio y la sorpresa general, desapareció con ella en las sombras de la noche. Si me salvas seré tu esposa -gritó ella-. Si no lo consigues, prefiero morir... Atzkanakatz se presentó en el campamento al amanecer y, lleno de furia por no encontrar a Aoni, Comenzó a mover montañas, buscándola. Como no la encontraba, derritió la nieve de los picos más altos para que el valle se convirtiera en un imponente lago. Orkey y Aoni, fatigados de tanto correr, se vieron de pronto rodeados por aguas que crecían y amenazaban cubrirlos muy pronto. Pero entonces apareció Elel, el espíritu del bien, quien con su gigantesca hacha de piedra abrió en una de las paredes del lago una profunda hendidura, por donde las aguas se escurrieron rápidamente. Y fue aquél el nacimiento de un río, que llamaron Futaleufú, el día que un dios bueno salvó el amor de Orkey y Aoni.




 
La luguna Sumuncara 
 

Hay una laguna que se llama Sumuncura. Sumuncura quiere decir en el idioma de los paisanos, araucanos, piedra que habla. La laguna está arriba, en la piedra, pero en lo alto. Dicen que está muy alto. Mi hermano ha estado ahí. Yo anduve cerca, pero no fuí nunca . Y dice que una vez iban corriendo unos guanacos, ellos. Y se han largado esos guanacos a la laguna, amigos, y se perdieron. Se perdieron y se perdieron no más. Se hundieron en la laguna y no los vieron más.
Bueno, dicen que se quedaron ellos. Que algunas veces se quedaban. Dice que se sentía gritar de noche, dice. Como si estuvieran juntando hacienda, adentro de la laguna. Antes, cuando se juntaba hacienda se gritaba, no ? Y la hacienda se remolinea, así con los gritos. Pero nunca se veía nada. Pero no se veían animales tampoco. Se sentía no más. De noche, siempre, de día no se sentía nada.

Todos los que andaban por ahí han sentido esos gritos, como de arrieros que juntan hacienda, adentro de la laguna. Por eso dicen que se llama así la laguna, claro, porque se oye que hablan las piedras adonde está la laguna. 
 


Elal y la estrella

 
Cuentan los más ancianos que Elal, héroe de la mitología tehuelche, se enamoró de la hermosa Teluj, Lucero del Amanecer hija del Sol y de la Luna.
Y que un día acompañado de su madrina, que era bruja y se había convertido en mosca para poder posarse sobre su oreja, se presentó ante el astro rey y le pidió permiso para casarse con su hija.
Antes de dar su aprobación, el Sol impuso a Elal una serie de pruebas que exigieron al máximo su valentía, ingenio e inteligencia. La primera consistió en rescatar un anillo de oro que estaba dentro de un huevo envenenado, en el fondo de una caverna custodiada por un guanaco que mataba con la mirada.
Elal fue y enfrentó al guanaco. Y mientras la mosca su madrina, distraía al animal posándose en sus ojos, el héroe lo mató de un certero tiro.
Luego le quitó la piel, se cubrió con ella y entró en la caverna. Allí, con un disparo de flecha rompió el huevo, el cual, al estallar, desparramó su veneno. Pero a Elal no lo afectó, porque estaba protegido por la piel del guanaco.
Después de recuperar el anillo, volvió por su amada Teluj, que lo aguardaba en un palacio al fondo de un frondoso jardín. Pero cuando Elal pretendía avanzar, el suelo se convertía en ciénaga a cada paso.

-Camina hacia atrás - le aconsejó su madrina, la mosca-, y no arranques flores, pues se convertirán en víboras.
Así pudo llegar hasta la puerta del palacio. -Ahora tendrás que superar otra prueba -dijo el Sol, que estaba contrariado porque en realidad quería que Elal desistiera de su amor. Y le impuso más y más pruebas, pero de todas el héroe regresaba victorioso. Sin embargo, la siguiente era más difícil que la anterior, y la imaginación del Sol para inventarlas parecía infinita. -Escapa con ella -le aconsejó la mosca, parada en su oreja-. El Sol no te dará jamás su consentimiento.
A sabiendas de que cometían una terrible desobediencia, Elal y Lucero del Amanecer huyeron juntos para siempre. Pero desde entonces y por todos los tiempos Telujl, temerosa de la furia de su padre, cuando éste sale por el horizonte, ella, presurosa, se esconde.


 

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