SANTA CRUZ
La leyenda de la cueva de las Manos
Era
verano, la niña adolescente escuchaba el rumor de las cristalinas
aguas del río que unos momentos antes habían acariciado su hermoso
cuerpo, haciéndolo estremecer con el frío que traía desde las
cumbres nevadas. Ahora el sol besaba su cuerpo desnudo haciendo
resaltar aún más la belleza de su piel morena devolviéndole el
calor llevado por el río en el agreste paisaje patagónico.
Luego de haber secado sus largos cabellos, negros como la noche, se vistió y se colocó la vincha con la pluma que por su rango de princesa tehuelche le correspondía. Un poco más allá, río abajo, una débil columna de humo indicaba el lugar donde se encontraba acampando su tribu de costumbres nómades. Después de adornar su cabello con algunas flores silvestres comenzó a subir sin prisa por la ladera del barranco que encajonaba al río, mientras pellizcaba algunos frutos de calafate que encontraba a su paso, siguió por el sendero que llegaba hasta una saliente rocosa que coronaba la meseta.
El lugar a donde la llevaron sus pasos tenía la forma de un extenso alero natural de piedra con pequeñas cuevas en su base. Desde allí, se podía contemplar un majestuoso paisaje con el río pasando lentamente allá abajo, bordeado por la típica vegetación desértica de calafates y molles poco desarrollados y algunas hierbas aromáticas como el tomillo.
Su pecho estaba agitado por el esfuerzo de haber subido hasta allí; a ello se sumaba su ansiedad por el momento en que se encontraría por primera vez con un joven indio de una tribu vecina, con el que habían acordado una cita durante la última fiesta religiosa que compartieron en señal de amistad y paz.
El joven cazador llegó a los pocos instantes. Quedó embelesado contemplando a la princesa, que estaba más bella que nunca. Luego, se tomaron de las manos mientras el aire cálido del verano transportaba el canto de las aves y el rumor del río.
Luego de haber secado sus largos cabellos, negros como la noche, se vistió y se colocó la vincha con la pluma que por su rango de princesa tehuelche le correspondía. Un poco más allá, río abajo, una débil columna de humo indicaba el lugar donde se encontraba acampando su tribu de costumbres nómades. Después de adornar su cabello con algunas flores silvestres comenzó a subir sin prisa por la ladera del barranco que encajonaba al río, mientras pellizcaba algunos frutos de calafate que encontraba a su paso, siguió por el sendero que llegaba hasta una saliente rocosa que coronaba la meseta.
El lugar a donde la llevaron sus pasos tenía la forma de un extenso alero natural de piedra con pequeñas cuevas en su base. Desde allí, se podía contemplar un majestuoso paisaje con el río pasando lentamente allá abajo, bordeado por la típica vegetación desértica de calafates y molles poco desarrollados y algunas hierbas aromáticas como el tomillo.
Su pecho estaba agitado por el esfuerzo de haber subido hasta allí; a ello se sumaba su ansiedad por el momento en que se encontraría por primera vez con un joven indio de una tribu vecina, con el que habían acordado una cita durante la última fiesta religiosa que compartieron en señal de amistad y paz.
El joven cazador llegó a los pocos instantes. Quedó embelesado contemplando a la princesa, que estaba más bella que nunca. Luego, se tomaron de las manos mientras el aire cálido del verano transportaba el canto de las aves y el rumor del río.
Todo
era belleza y amor en la hermosa tarde, nada hacía sospechar que una
gran roca rodaría desde lo alto, alcanzando a la muchacha que quedó
desvanecida al resultar herida por el golpe recibido tan
imprevistamente. El joven se apresuró a socorrerla, pero vio cómo
otras piedras amenazaban caer sobre ellos; entonces, corrió para
sostenerlas evitando que pudieran sepultar a la princesa mientras
pedía auxilio a la toldería.
Sostuvo las rocas con tanta fuerza que la sangre brotó de sus manos quedando impresas en las piedras de manera indeleble. De inmediato, acudieron en su ayuda todos los miembros de la tribu, que en esos momentos se encontraban haciendo unos preparados para teñir las prendas que confeccionaban. Al llegar, el cacique ordenó que todos ayuden a sostener la montaña mientras él socorría a su hija que continuaba desmayada.
Se acercó el joven cazador y se atrevió a besarla. Ella despertó confusa, pero sonriente en el momento que todo pareció volver a la calma. Luego, todos retiraron sus manos de las rocas, pero sus huellas quedaron impresas con los diferentes colores que habían estado preparando.
Sostuvo las rocas con tanta fuerza que la sangre brotó de sus manos quedando impresas en las piedras de manera indeleble. De inmediato, acudieron en su ayuda todos los miembros de la tribu, que en esos momentos se encontraban haciendo unos preparados para teñir las prendas que confeccionaban. Al llegar, el cacique ordenó que todos ayuden a sostener la montaña mientras él socorría a su hija que continuaba desmayada.
Se acercó el joven cazador y se atrevió a besarla. Ella despertó confusa, pero sonriente en el momento que todo pareció volver a la calma. Luego, todos retiraron sus manos de las rocas, pero sus huellas quedaron impresas con los diferentes colores que habían estado preparando.
En
agradecimiento a la casi milagrosa salvación de su hija, el cacique
eligió ese lugar para las rogativas religiosas que se celebraban
todos los años, incluyendo en las ceremonias la impresión de nuevas
huellas de manos para sostener las rocas durante las miles de lunas
por venir.
La leyenda del calafate
Los
bosques de ñires, lengas y coihues comienzan a tomar un tono
característico, anunciando el otoño y dando a los árboles una gama
multicolor, desde el rojo intenso pasando por los matices del dorado
al anaranjado. Esta transformación se viene repitiendo año tras
año, desde épocas inmemorables.
En
este paisaje vivían los tehuelches,
dueños originarios de la tierra, quienes al llegar el invierno
comenzaban a emigrar a pie hacia el norte, donde el frío no era tan
intenso y la caza no faltaba.
En
relación con estas migraciones, la tradición patagónica conserva
una leyenda.
Se
dice que cierta vez Koonex,
la anciana curandera de
una tribu de tehuelches, no podía caminar más, ya que sus viejas y
cansadas piernas estaban agotadas, pero la marcha no se podía
detener. Entonces, Koonex comprendió la ley natural de cumplir con
el destino. Las mujeres de la tribu confeccionaron un toldo con
pieles de guanaco y juntaron abundante leña y alimentos para dejarle
a la anciana curandera, despidiéndose de ella con el canto de la
familia.
Koonex,
de regreso a su casa, fijó sus cansados ojos a la distancia, hasta
que la gente de su tribu se perdió tras el filo de una meseta. Ella
quedaba sola para morir.
Todos los seres vivientes se alejaban y comenzó a sentir el silencio
como un sopor pesado y envolvente.
El
cielo multicolor se fue extinguiendo lentamente. Pasaron muchos soles
y muchas lunas, hasta la llegada de la primavera. Entonces nacieron
los brotes, arribaron las golondrinas, los chorlos, los alegres
chingolos, las charlatanas cotorras. Volvía
la vida.
Sobre
los cueros del toldo de Koonex, se posó una bandada de avecillas
cantando alegremente. De repente, se escuchó la voz de la anciana
curandera que, desde el interior del toldo, las reprendía por
haberla dejado sola durante el largo y riguroso invierno.
Un
chingolito, tras la sorpresa, le respondió: "nos fuimos porque
en otoño comienza a escasear el alimento. Además durante el
invierno no tenemos lugar en donde abrigarnos." "Los
comprendo", respondió Koonex, "por eso, a partir de hoy
tendrán alimento en otoño y buen abrigo en invierno, ya nunca me
quedaré sola" y luego la anciana calló.
Cuando
una ráfaga de pronto volteó los cueros del toldo, en lugar de
Koonex se hallaba un hermoso arbusto espinoso, de perfumadas flores
amarillas. Al promediar el verano las delicadas flores se hicieron
fruto y antes del otoño comenzaron a madurar tomando un color
azulmorado de exquisito sabor y alto valor alimentario. Desde aquél
día algunas aves no emigraron más y las que se habían marchado, al
enterarse de la noticia, regresaron para probar el novedoso fruto del
que quedaron prendados.
Los
tehuelches también lo probaron, adoptándolo para siempre.
Desparramaron las semillas en toda la región y, a partir de
entonces, "el
que come Calafate, siempre vuelve."
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CHUBUT
Cuando el dios Enel hízo el Río Futaleufú
Hace
muchas lunas, tantas corno copos de nieve arroja el invierno sobre
las cumbres del Anhelo Pan, una hermosa joven tehuelche, llamada
Aoni, recogía las flechas de sol que llegaban a través del follaje.
Una tras otra, las arrojaba hacía lo alto para recibir un dorado
baño de luz, hasta que ya no quedaron flechas de sol en el bosque.
Había llegado la noche. Y tanto había ido de aquí para allá,
disfrutando del juego, que de pronto se encontró perdida. Decidió
entonces subir a las cumbres para desde allí ver los fogones de su
campamento pero fue inútil. La oscuridad era impenetrable. Hasta
que, repentinamente, un helado resplandor iluminó el lugar y una voz
áspera preguntó. ---- -----¿Qué buscas en este lugar, Aoni?
La
joven india, paralizada ante la terrible figura de Atzkanakatz, el
espíritu del mal, exclamó:
-----Me
he extraviado, poderoso señor. Te suplico que no me hagas daño. El
malvado espíritu, cautivado por la belleza de Aoni, aulló:
-----Te
devolveré a los tuyos esta noche, pero mañana cuando el sol
comience a salir, iré a buscarte y -vendrás conmigo. Aoni no Supo
cómo sucedió, pero en ,un instante se encontró en medio de su
campamento.
Y
poco después, entre sollozos, relataba a los suyos la promesa de
Atzkanakatz. Orkey, un joven y valiente cazador que amaba en secreto
Aoni, se puso de pie con sus armas de guerra y juró salvarla de las
garras del espíritu del mal. Tornó la mano de la chica y en medio
del silencio y la sorpresa general, desapareció con ella en las
sombras de la noche. Si me salvas seré tu esposa -gritó ella-. Si
no lo consigues, prefiero morir... Atzkanakatz se presentó en el
campamento al amanecer y, lleno de furia por no encontrar a Aoni,
Comenzó a mover montañas, buscándola. Como no la encontraba,
derritió la nieve de los picos más altos para que el valle se
convirtiera en un imponente lago. Orkey y Aoni, fatigados de tanto
correr, se vieron de pronto rodeados por aguas que crecían y
amenazaban cubrirlos muy pronto. Pero entonces apareció Elel, el
espíritu del bien, quien con su gigantesca hacha de piedra abrió en
una de las paredes del lago una profunda hendidura, por donde las
aguas se escurrieron rápidamente. Y fue aquél el nacimiento de un
río, que llamaron Futaleufú, el día que un dios bueno salvó el
amor de Orkey y Aoni.
La
luguna Sumuncara
Hay una laguna que se llama Sumuncura. Sumuncura quiere decir en el idioma de los paisanos, araucanos, piedra que habla. La laguna está arriba, en la piedra, pero en lo alto. Dicen que está muy alto. Mi hermano ha estado ahí. Yo anduve cerca, pero no fuí nunca . Y dice que una vez iban corriendo unos guanacos, ellos. Y se han largado esos guanacos a la laguna, amigos, y se perdieron. Se perdieron y se perdieron no más. Se hundieron en la laguna y no los vieron más.
Bueno, dicen que se quedaron ellos. Que algunas veces se quedaban. Dice que se sentía gritar de noche, dice. Como si estuvieran juntando hacienda, adentro de la laguna. Antes, cuando se juntaba hacienda se gritaba, no ? Y la hacienda se remolinea, así con los gritos. Pero nunca se veía nada. Pero no se veían animales tampoco. Se sentía no más. De noche, siempre, de día no se sentía nada.
Todos los que andaban por ahí han sentido esos gritos, como de arrieros que juntan hacienda, adentro de la laguna. Por eso dicen que se llama así la laguna, claro, porque se oye que hablan las piedras adonde está la laguna.
Elal
y la estrella
Cuentan
los más ancianos que Elal, héroe de la mitología tehuelche, se
enamoró de la hermosa Teluj, Lucero del Amanecer hija del Sol y de
la Luna.
Y
que un día acompañado de su madrina, que era bruja y se había
convertido en mosca para poder posarse sobre su oreja, se presentó
ante el astro rey y le pidió permiso para casarse con su hija.
Antes
de dar su aprobación, el Sol impuso a Elal una serie de pruebas que
exigieron al máximo su valentía, ingenio e inteligencia. La primera
consistió en rescatar un anillo de oro que estaba dentro de un huevo
envenenado, en el fondo de una caverna custodiada por un guanaco que
mataba con la mirada.
Elal
fue y enfrentó al guanaco. Y mientras la mosca su madrina, distraía
al animal posándose en sus ojos, el héroe lo mató de un certero
tiro.
Luego
le quitó la piel, se cubrió con ella y entró en la caverna. Allí,
con un disparo de flecha rompió el huevo, el cual, al estallar,
desparramó su veneno. Pero a Elal no lo afectó, porque estaba
protegido por la piel del guanaco.
Después
de recuperar el anillo, volvió por su amada Teluj, que lo aguardaba
en un palacio al fondo de un frondoso jardín. Pero cuando Elal
pretendía avanzar, el suelo se convertía en ciénaga a cada paso.
-Camina
hacia atrás - le aconsejó su madrina, la mosca-, y no arranques
flores, pues se convertirán en víboras.
Así
pudo llegar hasta la puerta del palacio. -Ahora tendrás que superar
otra prueba -dijo el Sol, que estaba contrariado porque en realidad
quería que Elal desistiera de su amor. Y le impuso más y más
pruebas, pero de todas el héroe regresaba victorioso. Sin embargo,
la siguiente era más difícil que la anterior, y la imaginación del
Sol para inventarlas parecía infinita. -Escapa con ella -le aconsejó
la mosca, parada en su oreja-. El Sol no te dará jamás su
consentimiento.
A
sabiendas de que cometían una terrible desobediencia, Elal y Lucero
del Amanecer huyeron juntos para siempre. Pero desde entonces y por
todos los tiempos Telujl, temerosa de la furia de su padre, cuando
éste sale por el horizonte, ella, presurosa, se esconde.
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